CF
190 páginas
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Sinopsis
En un futuro no muy lejano la raza humana ha sido capaz de crear universos sintéticos y habitables, copias no exactas del nuestro, por las cuales es posible navegar tanto en el tiempo como en el espacio. El Consejo Ucronista es el órgano encargado del estudio de la Historia Virtual y de las Ucronías, que ellos mismos generan alterando los hechos para experimentar con la evolución social e histórica.
Cuando
a uno de los patrulleros del tiempo encargados de tales estudios, el
doctor Kappel, le falla el instrumental mientras forzaba la Historia
para que Hitler muriera, y empieza a interaccionar con los habitantes de
la ucronía, más reales de lo que le habían contado, empiezan también
sus dudas sobre la moralidad de las misiones, muchas de la cuales
terminan con guerras, revueltas y muerte.
En
Victoriana, uno de esos mundos sintéticos, afectado repentinamente por
fenómenos anómalos, la señorita Ingram, una científica del Cambridge de
1890, ansiosa de reconocimiento, quiere descubrir por qué han dejado de
funcionar algunas de las leyes de la Física. Para ello organiza una
expedición a Transilvania, donde se han visto unos peculiares hombres
vestidos de plata a los que achaca las alteraciones. El viaje estará
plagado de peligros, y hasta tendrá que enfrentarse con vampiros y seres
de muy baja catadura.
En
Germania, un mundo alternativo en el cual Hitler murió en un atentado y
no llegó a tener lugar la II Guerra Mundial, gobierna en 1969 Korbinian
Abendroth, un dictador nazi obsesionado desde niño con el diario de la
señorita Ingram, un libro misterioso donde se narra una extravagante
expedición en busca de hombres que dominan el tiempo y el espacio. No
descansará hasta cumplir su sueño de encontrarse con ellos, mientras
trata de eludir guerras y atentados contra su persona.
Kappel,
Ingram y Korbinian entrecruzarán sus historias en una aventura
delirante cuyo final son en realidad todos los finales posibles.
"Si posees el tiempo, posees el mundo. Si posees un mundo, posees el tiempo."
Primeros capítulos:
"Si posees el tiempo, posees el mundo. Si posees un mundo, posees el tiempo."
Primeros capítulos:
El profesor Kappel solía
decir, irónicamente, que la Historia había comenzado por segunda vez el día en
que el Laboratorio Europeo había rasgado el velo del espacio-tiempo con sus
veinte gigantescos láseres de cuatrocientos petavatios, y logrado extraer de la
fisura infinitesimal un chorro de partículas exóticas a las que acabarían
llamando Omega.
Dotadas de
masa y energía, y de una enigmática estabilidad que desafiaba los dogmas
establecidos por la mecánica cuántica, las partículas Omega se podían combinar
para generar materia con un gasto ínfimo de energía y con gran facilidad, como
si buscaran por naturaleza el contacto unas con otras para imitar nuestro
entorno, aunque el resultado fuera una sustancia etérea, fantasmal casi, que
resultaba inútil para su uso en la vida cotidiana, empero, nada desdeñable en
su valor científico. Eso implicaba la existencia, más allá de la fisura abierta,
de un universo que vibraba en el plano de las sombras fantasmagóricas, pero tan
real como el nuestro, de una increíble capacidad creativa, imagen especular de
lo conocido.
Sin
embargo, la idea de que gracias a tan extraordinarias partículas subatómicas,
de propiedades casi mágicas y tamaño incluso menor que los quarks, se llegaría
al conocimiento definitivo sobre el origen de todo y se aclararían los puntos
difusos de las teorías sobre el Big Bang, la materia oscura o los agujeros
negros, pronto fue superada en favor de nuevas perspectivas. Ahí afuera había
todo un mundo hecho de «eso» que podía convertirse en «esto». Y nosotros
teníamos acceso al filón de una mina casi infinita. El orgullo fáustico hizo
volar la imaginación a cotas pocas veces alcanzadas en la historia.
Dado que
la corta duración de la vida humana impedía la exploración directa de mundos
tan lejanos, al laboratorio Europeo se le ocurrió, recurriendo a viejos
refranes, que resultaba más factible traer la montaña a Mahoma. Jugar a ser
Dios podía ser la más dulce venganza del hombre contra las ideas supersticiosas
que durante milenios habían oscurecido el alma de su especie. Los antiguos
miedos fueron sepultados por la fe en la cualidad superior de las criaturas
orgánicas e inteligentes. Y cuando el miedo desapareció la creatividad fluyó
sin cortapisas.
Un equipo
científico creó átomos de elementos químicos vinculando partículas omega, algo
que, como ya se dijo, era mucho más fácil y menos costoso de hacer, en términos
energéticos, que con partículas normales; otro recombinó las moléculas
resultantes para formar, en un sistema cerrado (un enorme contenedor
electromagnético en forma de esfera semi transparente), con ayuda de la
gravedad, estructuras que simulaban estrellas, planetas y nubes de polvo
cósmico equivalentes a las de nuestro mundo. Poco a poco, las construcciones de
objetos estelares simples crecieron y se unieron a otras en un sistema cada vez
más complejo, de tal manera que ya podía ser llamado con toda propiedad
«universo».
El primer
mundo sintético en miniatura se convirtió en una réplica casi perfecta del
nuestro. Había resultado imposible recrear por entero las leyes de la física y
la química, o las especiales circunstancias y rigores de las épocas primigenias
de la creación; por ende, se trataba un sistema de edad similar al del nuestro
(con el amplio margen que se derivaba de las cifras astronómicas), adulto y
bien formado, que contaba con las condiciones necesarias para albergar, en un
futuro, vida orgánica e incluso, si el azar así lo estimaba, vida inteligente.
Lo del
futuro era una forma de hablar. El tiempo pasaba en un parpadeo para los
científicos; pero serían eones para hipotéticos habitantes del mundo. Tal
circunstancia facilitaba la observación de los cambios, que sucedían como
fogonazos ante los ojos admirados de los investigadores, lejanos y, al tiempo,
omnipresentes, como un panteón de dioses contemplando su creación.
El más
divertido juguete para científicos había atraído la atención del mundo entero.
Cada día surgía una novedad, que corría parejas con la evolución de la entropía
generada en él, lo que otros llamarían la flecha del tiempo. Aquí una supernova
que estalla; allá un agujero negro; en otro lugar, una catastrófica colisión de
planetas. La belleza de esta violencia salvaje eclipsó cualquier otra
manifestación artística, hasta que, un día, se difundió la más asombrosa pero
esperada de las noticias: en el pequeño universo había vida.
Ocurrió en
un planeta igual a la tierra, cerca de una estrella con las mismas trazas que
el Sol, de densa atmósfera y asfixiante temperatura, cerca de unas grietas
volcánicas que hacían borbotear una charca. Para sorpresa de los científicos,
en miles de planetas había tenido lugar toda una explosión de civilizaciones,
criaturas y seres de tan extrañas naturalezas, que incluso a ellos, de mente
más abierta que el común de los mortales, les costaba asimilar.
Aminoácidos,
moléculas, azúcares, cetonas, alcoholes, organismos unicelulares,
pluricelulares, animales y plantas, monstruos, vida degenerada por la dureza de
un nuevo clima, muerte y extinción, nuevo surgimiento, el ser humano, nueva
extinción masiva… Y todo en unos pocos días terrestres. ¿Sería ese el futuro de
todo, ya que hasta entonces se había comportado como una réplica casi idéntica?
¿O el azar que supuestamente nos gobernaba podría alterar lo que habían visto y
generar un número infinito de posibilidades?
A fin de
estudiar lo que para los sabios eran periodos de tiempo inimaginablemente
pequeños se tomaban grabaciones telescópicas (o tal vez habría que decir
microscópicas) mediante lentes y sensores pegados a la membrana del universo,
que luego se traducían a escalas más asequibles para el entendimiento humano.
Hasta que la osadía llegó al extremo de enviar físicamente sondas y misiones
tripuladas de exploración, mediante lanzaderas y trajes cuánticos que evitaban
el peligro de las condiciones de estrellas, planetas y agujeros negros,
extremas e incompatibles con la vida. El regocijo de las mentes más agudas era
tan inmenso como infantil en su pureza. Más de un científico exigió que le
bajaran el universo de la bóveda donde flotaba solo para poner las manos sobre
su superficie, sentirla palpitar y sentirse al tiempo dueño del mundo.
A lo largo
de las décadas, el Laboratorio Europeo había pulido el procedimiento de
construcción de mundos, que algún periodista llamó impropiamente clonación (esta fue, de todas formas, la
nomenclatura que al final permanecería), de tal modo que habían logrado símiles
del nuestro más ajustados, y que servían a la Física con mayor eficiencia que
ningún otro instrumento creado hasta entonces. La nueva generación de viajeros
cósmicos virtuales conoció maravillas jamás soñadas.
En aquel
tiempo, el concepto de lo que se podía considerar ciencia era abierto y
transversal. Como en la época de los griegos, existía una comunión perfecta
entre las disciplinas matemáticas y científicas y las humanísticas. Unas
tomaban métodos y procedimientos de las otras, en busca de un conocimiento
total, que era el objetivo de la civilización, tras haber abandonado por fin el
periodo oscuro en esta que gastaba la mayor parte de sus energías aniquilado a
una parte de sus miembros.
La
Historia empezó a ser estimada en un modo nuevo. Por fin podía ser una ciencia casi exacta. En el pasado se había
creído que no respondía a las exigencias del método científico, al verse
influida por la subjetividad y lo tendencioso. Sus afirmaciones se basaban en
vestigios, testimonios dudosos, pruebas materiales, estratos excavados, trozos
de huesos y de cerámicas, papeles sacados de contexto. No resultaba posible
recrearla en un laboratorio en condiciones de análisis riguroso. Tampoco poner
a prueba diferentes modelos teóricos sobre las sociedades, la economía y las
culturas ni predecir su futuro y evolución, como hacían las Ciencias Duras con los objetos y
relaciones que eran de su competencia. Pero si los seres humanos eran
naturales, y estaban sujetos a la física y química al igual que todo objeto en
el universo, su comportamiento y el de sus grupos debía de obedecer a unas
leyes determinadas y determinantes.
Con la
extensión de los microuniversos, los teóricos de la disciplina se dieron cuenta
de que no solo la Física sino también la Historia habían encontrado una nueva
vía revolucionaria. Ya no sería más la ensalzadora de etnias, grupúsculos y
culturas concretas, ni la manipuladora y tergiversadora de hechos con intención
política. De hecho, la política hacía tiempo que había desaparecido en aras a
la tecnocracia. Cuando miraban al pasado, muchos se sorprendían de que la
Humanidad hubiera sobrevivido durante tan largo tramo de su existencia sin
atenerse a las leyes de la Razón y la Tecnología. La Historia podría
convertirse, pues, en una ciencia tan lúdica como descriptiva, completa y estructurada,
no solo dando a conocer lo que realmente
había sucedido sino también imaginando variaciones y estudiando si era posible
establecer esas leyes que tan esquivas habían sido durante miles de años. Y es
que las partículas omega se comportaban de un modo tan extraño que si bien eran
capaces de copiar el universo hasta la fecha presente, los científicos no
tenían certeza sobre su fidelidad al futuro. Cada universo evolucionaba con
notables diferencias, una vez pasada la actualidad,
aunque la muerte fuera el final para todos. Era como si cada copia contuviera
el pasado conocido y millones de futuros hipotéticos. Los fascinantes y
múltiples universos estaban abiertos a la exploración no solo de lo sucedido,
sino de aquello por suceder.
Para
satisfacer las necesidades de la nueva disciplina académica surgida de la
Historia se creó el Consejo Ucronista, la máxima autoridad en materia de
Historia Alternativa. Los físicos pusieron a su disposición unos cuantos
universos para que jugaran con ellos en la forma que estimaran pertinente. Dado
que solo interesaba la mínima fracción de la historia del universo en la que se
había movido el hombre, sus mundos eran mucho más pequeños y manejables,
creados a medida. Se podían diseñar muchos de ellos con poco esfuerzo. No se
escatimaron medios en este particular.
El
profesor Kappel, en sus continuas visitas a la Gran Sala de los Mundos, donde
flotaban estos en forma de esferas de diferentes tamaños que no se rozaban,
como globos llenos de vida y violentas reacciones fisicoquímicas, era incapaz
de contener la emoción que le suscitaba saber que tenía ante sí miradas de
historias similares a la suya, historias posibles, historias improbables,
historias incluso imposibles antes del hito científico, como las que contenía
la Fictioesfera, donde se recreaban criaturas de la mitología, seres mágicos,
escenas y escenarios de libros famosos, y el mundo de los Arquetipos, algo
sumamente abstracto e intrigante que aún no había tenido ocasión de conocer en
extenso.
Siendo
especialista en Historia Virtual de los siglos XIX, XX y XXI, al profesor
Kappel le estaban encomendados universos replicados del nuestro cuyo fin era
ser cambiados. Estas copias nunca eran exactas, tanto por la dificultad que
esto entrañaba, desde un punto meramente técnico, como por los continuos
experimentos que se llevaban a cabo sobre el terreno, y que terminaban por
alejar la Historia Virtual de la Real.
Como los
viajes en el tiempo eran imposibles, la única oportunidad para conocer el
pasado era convertirse en «patrullero» Ese propósito había sido el que había
llevado al profesor Kappel ante el consejo Ucronista para postularse, apenas
había abandonado la universidad.
Ya
entonces era consciente de que no sería lo mismo que desplazarse de verdad en el tiempo: no vería al auténtico Julio César en los segundos
previos a ser asesinado, su expresión de sorpresa atormentada, las miradas
cruzadas de los conspiradores, el sudor de la frente de la víctima al
percatarse de lo poco que le quedaba de vida, ni contemplaría la llegada de las
tres carabelas a América desde la playa de la Hispaniola como un indio
asombrado y aterrado ante lo desconocido, sino copias de estos elementos, muy
fieles, muy logradas, pero, a fin de cuentas, construidas con una materia
diferente, un «cómo pudo haber sido» que era, no obstante, lo más próximo a
echar un ojo por la ventana de la Historia.
La
complejidad y fidelidad de esos remedos desafiaban a su mente. Gracias al
transporte cuántico, las lanzaderas, los patrulleros del tiempo podían disminuir
su tamaño, traspasar las membranas y visitar los mundos, pudiendo manifestarse
o no ante sus habitantes en la cronología deseada. Lo ideal era no hacerlo, ya
que una intervención externa no autorizada podía alterar el experimento y echar
a perder todo el modelo. Como en las viejas películas de viajes en el tiempo
donde los viajeros tenían como consigna no cambiar nada para no afectar al
futuro, los patrulleros procuraban pasar lo más inadvertidos posible. A ojos de
los pobladores de los mundos estos mostrarían, de ser percibidos, el mismo
comportamiento que un fantasma, una criatura legendaria o un dios:
desapariciones misteriosas, actividades desconocidas y oscuras, presencias
difusas y sombras en una pared.
La primera
vez que Kappel entró en un mundo virtual se sintió desconcertado. A simple
vista, en nada difería de la imagen del Londres que recordaba. Allí estaban el
Big Ben y la arquitectura neogótica de las Casa del Parlamento, con el Támesis
a sus pies. Se encontraba en una imitación del año 2014, tal y como había sido.
Seguramente había algún pequeño cambio, pero era imposible saberlo. En
principio, nada desentonaba: las calles estaban en su sitio, los políticos en
sus cargos, las empresas en sus negocios, los turistas tomando fotos.
El plan
era tan sencillo en su explicación como espectacular en sus resultados. Kappel
debía crear un punto Jonbar, término extraído de la
Literatura de Ciencia Ficción para definir el hecho histórico cuyo desenlace,
diferente al real, genera una línea histórica alternativa. Los científicos
habían decidido llamarlo así, dado que, en fondo, eso era lo que ellos creaban,
ucronías susceptibles de ser observadas.
Previamente,
el consejo ucronista había establecido una teoría o modelo sobre qué pasaría en
caso de que estallara una guerra nuclear ese año (algo que no había sucedido en
la realidad, por supuesto).
Los sabios
habían aportado predicciones de variada índole, e incluso contrapuestas. Uno de
ellos afirmaba que la III Guerra Mundial supondría la destrucción de la raza
humana; otro llegaba más lejos, al sugerir que ni la tierra se salvaría de
tamaño conflicto (en aquel tiempo el arsenal nuclear era tan inmenso que
bastaba para arrasar el planeta varias veces); unos cuantos, más optimistas,
sostenían la alucinante premisa de que los supervivientes saldrían adelante con
mucha mejor disposición de ánimo y lograrían forjar una civilización superior y
pacífica, que se podría estudiar e imitar. Naturalmente, estas posturas, que
Kappel solo conoció a posteriori, habían sido discutidas en asamblea durante
virulentos debates, que no habían hecho nada por alcanzar una puesta en común.
En ese momento, el Consejo Ucronista había decidido, como hacía siempre en ese
punto, enviar una misión para comprobar cuál de los sabios había planteado el
modelo más certero.
Dado que
una mínima alteración de la Historia podía, en teoría y según la teoría
cuántica, generar un número infinito de escenarios, el Consejo Ucronista había
diseñado un método para filtrar matemáticamente las opciones, de modo que al
aplicarse el punto Jonbar solo
pudieran ser observables entre dos y cuatro realidades alternativas.
La forma
de crear una inflexión había sido estudiada y planificada con ayuda de todo un
equipo de expertos. Kappel no había viajado tampoco solo a ese Londres de 2014,
aún idéntico al original, aún impoluto y no mancillado por las ansias de
conocimiento y el carácter juguetón de la facción más inteligente de la
humanidad. Lo acompañaban varios especialistas en diversos campos, cuya misión
era mezclarse con la gente e ir preparando el terreno, mediante ideas
sibilinas, golpes de mano, conspiraciones, o cualquier otra manipulación que
lograra cambiar el devenir de la Historia según lo deseable. A esto lo llamaban
«sembrar». Los comandos de siembra de puntos Jonbar permanecían varios meses o años en ese mundo (dependiendo de
la complejidad de sus objetivos), con lo cual les era dado constatar la
evolución de primera mano a lo largo de siglos virtuales.
La
sensación que Kappel tuvo fue la de haberse introducido en una película donde
todo parecía real. Los sabios
ucronistas defendían la idea de que las réplicas podían generar, en algunas
mentes susceptibles, la falsa idea de que poseían materia convencional. Pero no
eran sino un decorado donde se desenvolvían sus habitantes, marionetas con una
vida ilusoria y mecánica, solo imitación de las auténticas pasiones y pulsiones
orgánicas.
En aquella
primera misión, generaron el caldo de cultivo para que brotaran la ira y el
odio entre dos naciones dotadas de poder destructivo como eran EE.UU y Rusia.
Un atentado que mató al Presidente del primer país, atribuido al segundo,
dividió el mundo en dos escenarios: en uno de ellos, la respuesta visceral y
contundente del agredido desencadenó primero, un infierno de fuego, y, luego,
de hielo, por el que se arrastraron durante decenas de años los pocos
supervivientes; en el otro, la calma y el buen sentido habían aconsejado
resolver el asunto con un castigo de alcance limitado que había arrasado Moscú
y había propiciado, en vista de la catástrofe, un diálogo tenso, pero
fructífero. Las armas nucleares habían quedado prohibidas, al igual que las
naciones.
El
profesor, como patrullero del tiempo, había detectado el instante preciso en el
que la historia había bifurcado su camino para dividirse con ella. Cada uno de
sus yoes había quedado en uno de los escenarios, tomando notas, grabando y
levantando actas de lo acontecido, saltando con ayuda de sus lanzaderas
cuánticas hacia el futuro (en realidad, salía del mundo, fuera de la membrana,
y volvía a entrar en otra fecha, ya que no era posible «deslizarse» desde
dentro), para comprobar el desarrollo a lo largo de los siglos.
Fue
fascinante y aterrador contemplar el paisaje desolado del mundo post
apocalíptico, la miseria y hambruna de los humanos que luchaban por sobrevivir,
la ruina de las grandes ciudades, el Big Ben en sus huesos, muros de piedra
informe, enormes socavones y cráteres llenos de hierros fundidos y retorcidos,
y saber que permanecía a salvo de las radiaciones y peligros gracias su traje
cuántico y a no estar hecho de la misma materia que el paisaje. Se sintió igual
de poderoso que un dios, dotado de sus prerrogativas de invencibilidad, un
Aquiles sin talón, al que ni la lava de un volcán activo dañaba, un viajero capaz
de respirar bajo el agua y entre las atmósferas más densas y cargadas de gases
ponzoñosos… a no ser que fallara el traje y se adaptara por accidente a la
materia del lugar, cosa que hacían de vez en vez, si la dificultad de la
siembra lo exigía o si era menester recoger muestras o interactuar de algún
modo.
Cuando
tanto él como sus compañeros terminaron la misión, procedieron a la parte más
difícil y profundamente perturbadora del procedimiento: reunir sus yoes en uno
solo y regresar a la Gran Sala de los Mundos, a fin de presentar sus informes
ante el Consejo Ucronista.
Durante
unos días, la mente permanecía en un estado de confusión, tratando de procesar
recuerdos, vivencias y pensamientos de dos líneas temporales distintas, lo que,
en la práctica, era como decir de dos personas que eran la misma, pero sometida
a vivencias paralelas y no comunicadas. Muchos patrulleros no lograban soportar
este trance. Sus mentes quedaban para siempre escindidas, en un estado de
constante e incurable esquizofrenia. Soñaban con la catástrofe y con la bonanza
como si pertenecieran a un mismo tiempo, confundían los hechos de una línea y
de otra. Muchos de ellos, ni reconocían haber regresado al mundo real: la
realidad carecía de sentido cuando era un mero problema perceptivo, y resultaba
imposible percibir diferente lo que parecía igual. Se conocían casos más
aterradores, como el de los dos yoes del capitán Lévinton, en paradero
desconocido tras no haber logrado unirse de manera adecuada. Una historia muy
triste. Lévinton le caía bien, pese a su carácter huraño, aunque humanitario.
Un adorable gruñón que protestaba por todo.
Kappel no
había sufrido percances en ninguna de sus misiones. Quizás algún momento de
duda, alguna leve confusión, como cuando no somos capaces de recordar dónde
hemos dejado la llave y luego caemos en la cuenta de que esa puerta no tiene.
Su mente poseía la capacidad de almacenar en compartimentos estancos los
recuerdos de los diferentes caminos. Una mente fría. Un buen patrullero.
2.
Aquella tarde, Kappel
recibiría del Consejo Ucronista los despachos para una nueva misión. Había
pensado solicitar el traslado a la sección de Historia Recreada cuando la
rematara. La Historia Alternativa y las Ucronías estaban bien, pero siempre
había querido ser un viajero en el tiempo virtual o, como lo llamaban ellos, un
ucronauta. Su sueño era pasar una
temporada en su época favorita de la Historia, el siglo XIX, y estudiar a
sabios e inventores como Edison, Tesla, Bell, Benz y otros, camuflado con las
sombras, con el poder de contemplarlos en su vida cotidiana y en su intimidad
más oculta.
De
momento, ningún historiador virtual había tocado ese tema. Le ilusionaba pensar
que sería el biógrafo definitivo de Edison, por ejemplo. Bien es cierto que las
observaciones virtuales no servían por sí solas para realizar un trabajo
histórico que pudiera ser considerado por la comunidad académica y científica.
El Consejo Ucronista exigía que toda aseveración constatada en un viaje fuera
corroborada por los testimonios conocidos y conservados de la época. Si
existían discrepancias, se debían investigar con detenimiento, realizando
viajes complementarios en busca de pistas que permitieran encontrar,
posteriormente, en el mundo real
textos, objetos o pruebas de otro tipo, casi a modo de detectives.
El
Consejo, con la pompa con la que solían realizar estos menesteres, le entregó a
Kappel el dossier con la misión, grabada en un cristal de memoria y en papel
electrónico. Hasta entonces no había tenido ni idea de a dónde lo mandarían; pero
al descubrir en la sala a la doctora Esther Granda, que ejercería como
ayudante, lo vio claro…
Kappel tenía ante sí a una científica
brillante, lo suficientemente atlética y de mente asentada para afrontar las
dificultades de las ucronías más negras. Había pasado un periodo de
entrenamiento de cuatro años, cuando a él lo habían lanzado al mundo virtual
con una breve instrucción de seis meses. Eran otros tiempos, pensó, mirando un
poco paternalista, un poco condescendiente, a la joven experta en el III Reich, el periodo de gobierno de Hitler,
a principios del siglo XX, y que había terminado en un auténtico baño de
sangre, humo, cenizas, horror y holocausto global. Una chica como esa de rubios
y cortos cabellos, ojos enormemente negros, y pecho turgente, no debería
interesarse por un tiempo tan deprimente, pensó Kappel. Por suerte, ni ella ni
los ucronistas podían leer sus pensamientos.
Se sonrió,
mientras ella le lanzaba una mirada de reojo y desconfianza, que aún permanecía
cuando ambos se recogieron en la sala contigua. Cada uno ellos abrió los
despachos sellados en una ceremonia también perfectamente protocolorizada en
todos sus movimientos.
Ella fue
la primera en hablar.
—Alemania,
noviembre de 1939.
No le
sorprendió que correspondiera viajar al citado año virtual, con la II Guerra
Mundial recién empezada, dada la especialidad de Granda. Kappel no sentía
especial predilección por las guerras, y mucho menos por las ucronías derivadas
de esa en concreto. Lo de «Hitler ganó» estaba muy visto. Esperaba que no
consistiera en eso, aunque la fecha parecía indicar más bien lo contrario. El
día 8 de ese mes había tenido lugar uno de los más famosos atentados contra el
dictador nazi. Bastaba ese dato para imaginarse el resto.
—Hitler
debe morir durante el atentado de la cervecería —dijo Esther Granda,
corroborando su intuición—. El plan es sugerirle a Elser que adelante la hora
de la explosión.
Un plan
sencillo, y práctico, pensó Kappel. No ocuparía mucho tiempo, lo justo para
observar las dos ucronías que se estimaba brotarían del Jonbar, regresar a casa y pedir el traslado. Entendía que solo
hubieran comisionado dos patrulleros para aquel fútil experimento.
La bomba
del carpintero Elser estaba programada por un mecanismo de relojería para las
21:20 horas, pero Hitler había abandonado unos diez minutos antes, y con él
muchos de los asistentes al acto, el estrado de la cervecería Bürgerbräukeller, desde donde había dado
su discurso con motivo del aniversario del fallido Putsch de Munich de 1923. Aún así, el atentado, que no había
logrado decapitar la cúpula de jerarcas totalitarios, había matado a siete
personas.
Siempre se
había especulado sobre las consecuencias de dicho golpe de mano de haber
logrado su objetivo, especialmente, la muerte de Hitler, justo en plena «guerra
de broma», periodo de la II Guerra Mundial durante el cual los aliados habían
permanecido a la expectativa sin efectuar ningún movimiento de tropas ni acción
bélica reseñable, en la esperanza de que el Reich
no fuera más allá de la desamparada Polonia en sus pretensiones de conquista.
Kappel,
como cualquier patrullero en misión, desconocía las teorías que los sabios del
consejo Ucronista, en deliberaciones secretas, habrían elaborado. Era mejor no
predisponerlos ni sugestionarlos, aunque resultaba imposible no tener un gusto
o dictamen particular y personal al respecto. Contemplar la muerte de un
personaje como Hitler no era algo que le desagradara. Estaba obligado a mostrar
imparcialidad y evitar juicios de valor sobre los hechos históricos, pero no
podía evitar recordar lo que ese individuo de aspecto ridículo había hecho con
millones de personas y con el patrimonio histórico-artístico de media Europa.
Lástima que no fuera más que un remedo.
—Partiremos
en una semana —leyó Kappel. Su compañera también conocía la fecha en su
despacho pero le gustaba decirlo en voz alta antes que nadie. Era el jefe,
¿no?—. Una misión fácil, para variar. Esta tarde, reunión para analizarla y
documentarla. ¿Le parece bien, doctora?
—No me
hable como si fuera una niña —respondió ella, fría, seca y punzante, sin un
asomo de sonrisa—. Me parezca bien o mal, son órdenes y allí estaré con todos
los datos que necesitamos para preparar esta misión.
Kappel
sonrió de medio lado. Le hacía gracia lo en serio que ella se tomaba aquella
tarea de segunda clase. Pero mucho menos que se mostrara tan esquiva. La
doctora tenía fama de dura. Su devoción a la causa ucronista rozaba el
fanatismo y le daba un cierto aire de rigor monástico. Siempre le habían
atraído las mujeres que suponían un reto, hasta que le arreaban la tercera
bofetada. Tenía alma de conquistador, no de masoquista.
—Así me
gusta, doctora —le respondió él, sin perder la sonrisa.
Sabía que
eso le fastidiaría más.
Ella lo
miró de hito en hito. Unos ojos ardientes como los de un dragón, pensó Kappel,
pero preciosos al fin y al cabo.
Esa tarde,
tal y como estaba planeado, tuvo la ocasión de volver a deleitarse con ellos.
La doctora parecía una efigie de hielo mientras desplegaba ante su vista, en
una pantalla de aire, los detalles, informaciones y antecedentes relativos al
atentado, recopilados tanto de la investigación histórica convencional como de
un viaje virtual previo realizado por el malogrado capitán Lévinton. Tenían el
mapa del recorrido de Elser, sus horarios, el nombre de cada persona con la que
se había cruzado en sus recurrentes visitas a la cervecería en los días
anteriores al atentado, durante las cuales había horadado secretamente el hueco
donde colocaría la bomba. Conocían su aspecto, el de los nazis de uniforme y
encubiertos, el de los peatones y el de los asistentes al discurso. Ella relató
el prolijo informe con voz modulada, aséptica y firme, mientras hacía pasar las
grabaciones del hecho a la pantalla aérea.
—La clave
es convencer a Elser para que cambie la hora de estallido de la bomba sin que
recele. Podríamos acercarnos fingiendo tener información privilegiada sobre las
intenciones de Hitler —dijo ella, mientras Kappel se recreaba en sus labios de
color sonrosado, apetecibles para besar.
—Brillante
—bromeó él—. ¿Cree que eso hará que Elser no recele? Es como admitir que hay
gente al tanto de su plan ¿no le parece? Se asustaría y abortaría la misión.
La doctora
sufrió un conato de enrojecimiento cutáneo. Los novatos creían que se las
sabían todas; eran expertos en mil materias, pero fallaban en lo más simple, el
sentido común.
—¿Tiene
una idea más inteligente? —inquirió la joven.
Su tono
resentido le resultaba excitante a Kappel.
—Elser no
solía leer la prensa, pero los diarios habían anunciado el cambio de planes de
Hitler para ese día. Haremos que lea uno. Y para crearle interés, usted y yo
nos haremos los encontradizos con el señor Elser, mantendremos una charla sobre
el tema a la distancia suficiente para que nos escuche, mientras fingimos leer
un periódico, «dicen que este año Hitler no hará la alocución a la vieja
guardia del partido. Está demasiado preocupado por la guerra y la victoria que
nos va a deparar. ¿Entonces quedamos a las diez? ¡Claro! Para entonces ya habrá
terminado», algo en esa línea, será bonito improvisar. Confío en que su alemán
sea bueno.
La broma
ahondó la vergüenza de la doctora. ¿Cómo no se le había ocurrido pensar en que
Elser no leía los periódicos? Era algo de común conocimiento para cualquiera
que hubiera investigado el tema. Por otro lado, el alemán de ambos no solo era
bueno, era perfecto. Como a todo patrullero se lo habían insertado en la mente
a lo largo de meses de programación engramática. Un procedimiento doloroso y
mareante, pero que funcionaba.
—No es
seguro que la charla informal de una pareja haga cambiar los planes de Elser
—se atrevió a objetar ella, no obstante su perturbación.
—No hay
nada seguro. Todo son posibilidades, ¿no? Si lo prefiere podríamos entorpecer
de algún modo la salida de Hitler o retenerlo el tiempo justo en la cervecería,
pero se me antoja complicado…
El gesto
desconcertado de la doctora Granda revelaba su inicial decepción acerca de las
misiones ucronistas y su aparente grado de improvisación. Kappel la notaba
tensa, molesta y como envuelta en intensas elucubraciones que tenían por objeto
quitarle la razón y buscar vías más lógicas. Sin embargo, ella no trató de
vindicarse esa tarde. Se limitó a estudiar de nuevo los pasos de Elser en su
camino hacia el fracaso.
—Confíe en
mí, doctora —le dijo él, al término de la primera sesión de ajuste de
procedimiento—. Todo saldrá bien.
Ella
enroscó el labio inferior. No dijo ni palabra. Se limitó a asentir con un leve
movimiento de aquella barbilla de mármol con la que Kappel soñaría esa noche y
las siguientes.