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jueves, 16 de agosto de 2007

Y todo lo demás es literatura

Y todo lo demás es literatura
S.K. Halvorsen
215 páginas aproximadamente.

Sinopsis:


¿Solo sexo sin amor con tu jefe? La joven Amélie no tenía ni idea de lo que le esperaba cuando respondió al anuncio del escritor Víctor Mateo. 

Durante dos meses, la chica lo ayudará a transcribir los textos de su nueva obra, una novela romántica, que no es precisamente de su agrado, mientras Eva, la esposa en silla de ruedas del caballero, pinta en el jardín. 

Cuando él le hace una proposición francamente indecente y deshonesta, Amélie se ve en la tesitura de tener que elegir entre traicionar sus arraigados principios morales o arrojarse a los brazos de un hombre atractivo que esconde algunos secretos inconfesables... 



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Primer capítulo



Amélie se miró por tercera vez ante el espejo. Esa tarde tenía que mostrar un aspecto serio y profesional. Su madre siempre le decía que la gente juzgaba a los demás por su exterior antes que por cualquier otra cosa. «Es tu carta de presentación ante el mundo.» Así que se había puesto una blusa blanca con muy poco escote, una cadenita de plata, discreta, una chaqueta de corte clásico y color azul marino, y falda a juego de una longitud que tapara lo suficiente sin resultar pacata. Se sentía un poco rara vestida así. Estuvo tentada de buscar en el armario sus vaqueros favoritos, desgastados y deshilachados por los bajos de las perneras, y una camiseta negra, pero recordó de nuevo los consejos de su madre para las entrevistas de trabajo.
Suspiró.
Si era cierto que los demás juzgaban por el aspecto ella no lo tendría fácil; no era una chica de belleza deslumbrante. Más bien tiraba a normalita. Su pelo era rebelde y se ondulaba de manera escandalosa con la humedad. Ojos negros, piel blanca y todo lo de la cara dispuesto de forma simétrica pero anodina. Lo único que destacaba de un físico común era el pecho de la talla cien; y lo detestaba.
Había sido su madre quien, dos días atrás, le había hablado del señor Mateo, y lo había llamado para concertar la cita. Le había dado mucha vergüenza, pero el tipo le había pedido que fuera a su casa, sin dar ni solicitar explicaciones a la madre intermediaria. Solo había dicho lo que ya sabían: que era escritor y que necesitaba una secretaria para el verano.
No era frecuente que un novelista pidiera secretaria a través de un anuncio de prensa. El perfil requerido, por otro lado, se le antojaba excesivo: profundo conocimiento de idiomas (inglés y alemán), además de licenciatura en Filología o alguna carrera de letras. ¡Escribía! ¡No era ningún empresario que tuviera que tratar con sus émulos de Berlín! Quizás fuera su desconocimiento de lo que era el proceso de escritura lo que le inducía a Amélie esos prejuicios. Pero nunca había pensado que saber alemán pudiera ayudar a crear novelas.
Lo del excelente manejo del ordenador le parecía más coherente con sus funciones. Se imaginó que el autor, algún carcamal de esos que presumían de escribir a mano con pluma Watermann, no sabría ni poner las manos correctamente encima de un teclado. Lo bueno era que el anuncio no mencionaba nada sobre máquinas de escribir. Tenía los dedos demasiado finos y sin fuerza. Ahí la hubieran derrotado antes de empezar.
Para completar los requerimientos, una buena cultura general, virtudes como el orden, y, si era posible, conocimientos de biblioteconomía, hacían temer un trabajo penoso. El viejo debía de ser un desastre. Se imaginó un despacho lleno de papeles garrapateados, unos en el sofá, otros por el suelo, que tendría que recoger y apilar sobre bandejas de diferentes colores. Además de llevarle las tazas de café, eso lo daba por sentado. Seguro que también era un machista con las ideas claras sobre cuáles eran las funciones de las empleadas a su servicio.
La casa donde la habían citado se encontraba como a quince minutos del pueblo de Ables, donde vivía su familia desde hacía diez años. Siguiendo al pie de la letra las instrucciones («Gira a la derecha para continuar en la calle René Viviani; luego entra por el primer caminito de tierra hasta pasar junto a la casa de piedra…»), Amélie condujo su vehículo hasta la misma entrada de lo que parecía un viejo palacete, alejado de viviendas y rodeado por prados y retazos de bosques. La idea de ir a trabajar en un lugar que podría calificar sin exageración como aislado no le resultaba atractiva. Pero ya no podía volver a casa sin haber pasado el trámite al menos.
Tras llamar al timbre, no tardaron en abrirle la puerta. Una mujer mayor, pero aún fresca y ágil, de pómulos rellenos y sonrosados como una holandesa de anuncio de quesos, la recibió con una enorme y cordial sonrisa. Intentó hablar para explicarle quién era y qué le había traído hasta allí, pero la mujer le pisó las palabras.
—¿Usted es Amélie Navarre? Llega muy pronto. Pero pase, pase igualmente. La acompañaré.
Amélie, nerviosa, consultó el reloj. En efecto, había llegado media hora antes. Le pareció que eso era empezar con mal pie.
Pese a su ansiedad y su miedo a quedar mal, aún tuvo humor para fijarse en la decoración de la casa, mucho más moderna de lo que daba a entender la fachada del XIX. Se notaba que habían pasado varias manos por ella, algunas de las cuales habían despojado al interior de los recuerdos de antaño para hacer la vivienda más cómoda, y otras posteriores habían rectificado, añadiendo elementos, como un viejo reloj de pie de madera oscura, que no pegaban nada con el resto.
Pasaron ante una gran escalera, que conservaba sus trazas antiguas, sus escalones de madera oscura y sus balaustradas anchas, y giraron hacia un pasillo bien iluminado en el que no había retratos al óleo de antepasados con uniforme, sino láminas abstractas enmarcadas en cristal bajo apliques con luz tenue.
Amélie escuchó un carraspeo al fondo del pasillo y se estremeció. No parecía que hubiera más candidatas. Su experiencia en entrevistas de trabajo le había hecho esperar una larga sala con decenas de personas inquietas mirándose con recelo, como a auténticos rivales en la lucha por la vida.
La señora tocó a la puerta entreabierta.
—Víctor, la señorita Navarre acaba de llegar.
—Ah, es un poco pronto… —Se escuchó una voz grave—. No importa, que pase.
Las rodillas de la joven chocaron una con la otra. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, dio un paso y luego otro, en dirección hacia la puerta que la mujer le señalaba con el brazo y la palma extendidas, sonriendo sin cesar.
Antes de cruzar el umbral, miles de ideas le surcaron la mente al tiempo. ¿Iré bien compuesta? ¿Notará que soy tímida?, tengo que mostrarme profesional, solo es una entrevista, estoy capacitada, me gustan los libros y a él también. No esperaba impresionar al tipo hasta dejarlo con la boca abierta; con no hacer el ridículo y lograr el trabajo se conformaba. Desde luego, no era un objetivo inalcanzable. Quién sabe, no obstante, con cuántas personas habría hablado ya ese hombre y cuán exigente sería.
El señor Mateo la esperaba de pie, ante su escritorio decimonónico, recortada su figura contra el fondo de boisseries y baldas de una gran biblioteca de dos pisos, cargada de tomos que parecían muy antiguos y sabios, ligeramente apoyado sobre la madera con ambas manos. Vestía un jersey deportivo de color rosa, y unos cómodos pantalones beige de verano. No era un jovenzuelo, pero tampoco el carcamal decrépito que había imaginado; estaba segura de que no había soplado aún las treinta y cinco o cuarenta velas. Su mandíbula cuadrada y definida, con una ligera hendidura en la barbilla, se mostraba perfectamente rasurada. Aunque llevaba gafas metálicas estas no ocultaban el brillo de unos ojos azules casi transparentes. La edad había pintado de gris una pincelada en sus sienes, como un breve brillo metálico, perceptible solo si uno se fijaba bien, pero el resto de su cabello, denso, corto y con volumen, era de una negrura ideal.
Él la observó durante cuatro o cinco segundos antes de acercarse a la otra silla de oficina y apartarla con caballeroso gesto.
—Por favor, siéntese —dijo, serio, sin variar ni un ápice la expresión hierática.
La joven tomó aire y, sin protestar, se acomodó en la silla.
—¿Le ha resultado difícil dar con la casa? —Él se acababa de sentar. Había apoyado los codos sobre la mesa y la miraba fijamente con aquellos ojos azules de extraterrestre.
—Bueno, me perdí y luego tuve que tomar carreteras raras pero tenía apuntado… —Amélie se mordió el labio. No era adecuado ponerle pegas al trabajo; ni admitir que era un lugar solitario, ni que sentía terror y desconfianza. Todo se le podía volver en contra, incluido su obvio nerviosismo.
El hombre no sonrió para hacérselo fácil. Tampoco apartó la mirada, que ni dirigía a su cara, como hubiera sido menester; la escaneaba desde la cabeza al tórax, quizás en busca de imperfecciones en su físico o en su ropa, ansioso de descartarla nada más empezar por aspecto inapropiado, con todo lo injusto y contrario a las leyes que era eso. Amélie prefirió pensar en modo malpensado para no deprimirse en el momento más inoportuno.
—Podría hacerle una entrevista al uso, llena de preguntas estereotipadas, pero soy escritor —dijo él. Su voz era grave y poseía una sonoridad similar a las de los actores de doblaje. De hecho, le pareció que estaba actuando según un guión y no muy bien, como esos amateurs que leen una frase estúpida y a duras penas contienen la risa—. Prefiero que me hable de su persona libremente. Solo quiero que sepa una cosa, por si esto le sirve para orientarse: el contrato es por dos meses, agosto y septiembre, estoy escribiendo una novela que requiere de una extensa documentación y necesito que me ayuden a extraerla de libros en varios idiomas, y a transcribir mis apuntes, ya que no sé mecanografía... Por favor, hable… Improvise.
Ahí sí que se le había deslizado cierto tonillo humorístico que no había variado no obstante el rictus. Seguía fingiendo, era obvio para ella: lo mejor era seguir la corriente.
—Yo… Soy licenciada en Filología. Siento pasión por la literatura. —Enfatizó las últimas palabras, para que quedara claro. Si él actuaba, ella también podría jugar a eso—. He enviado currículums a varias editoriales, pero aún espero las respuestas. En cuanto a los idiomas, no se preocupe. Mi madre es alemana. Hablo la lengua desde niña. Y mi abuelo paterno es francés. Otra cosa es que sepa interpretar los libros que lee usted para su documentación. ¿De qué trata su novela?
Amélie no sabía si había hecho bien al atreverse a hacer semejante pregunta. De manera inconsciente, había considerado esencial estar al tanto por si acaso no tuviera la suficiente preparación, pero se arrepintió al segundo. El señor Mateo la atormentó con medio minuto de silencio teatral antes de responder. Ya empezaba a fastidiarle esa puesta en escena de hombre frío y distante.
—Es una novela romántica, ambientada a finales del siglo XIX, en Berlín y Londres.
¿Una novela romántica? Amélie abrió los ojos de par en par.
—¿Por qué se sonríe? —inquirió entonces él, con el mismo tono monocorde y serio.
Un escalofrío recorrió la espalda de la joven.
—¿Yo? No me he sonreído.
—Ha sido un leve movimiento de sus labios, cuando ha escuchado la palabra «romántica».
No merecía la pena mentir. Le había sorprendido la afirmación. Sabía que había hombres que escribían ese género, casi siempre bajo rebuscados seudónimos femeninos, pero el señor Mateo no encajaba en su imagen mental de autor de romántica. Le hubiera parecido más coherente un tipo dicharachero, capaz de no tomarse en serio a sí mismo. Estaba por verse cómo podía afectar su desliz al resultado de la entrevista.
—Perdóneme —dijo, para tratar de arreglarlo—. Me ha parecido curioso que escriba eso. Reconocerá que no hay muchos hombres que…
—También le ha parecido que eso, la novela romántica,  es un género menor e insignificante.
La firmeza de la aseveración pilló a Amélie con la guardia baja. Entendió que era mejor callarse o cambiar de tema. Lo que él había dicho era justo lo que pensaba.
—Por favor, hable con libertad —insistió el señor Mateo, al detectar sus dudas.
—No leo mucha novela romántica, no puedo opinar.
—Eso ha sido inteligente. De modo que reconoce tener prejuicios…
Amélie estuvo a punto de saltar sobre la silla. Se refrenó antes de mostrarse inadecuadamente alterada.
—Yo… No he dicho que… Es decir, leo desde que tengo uso de razón, libros de todo tipo. Puede que no muchos de su género pero estaría dispuesta a hacerlo si usted me recomienda uno bueno.
Amélie había forzado la voz para eliminar rastros de ironía, pero no estaba segura de haberlo logrado. Sin embargo, cuando miró a su interlocutor y vio que sonreía por lo bajo, y no parecía en absoluto ofendido, se distendió.
—Podría leer uno mío. Sería un buen comienzo, ¿no le parece? —bromeó él.
—Estaría encantada.
En esta ocasión había estado rápida, educada y profesional.
El señor Mateo se quedó en silencio, mirándola otra vez de esa manera fija, impertinente y peliculera, con las manos entrelazadas bajo la barbilla. Sus dedos eran largos y no muy gruesos. No eran, desde luego, los de un trabajador manual. Había en ellos virilidad y al tiempo un aire delicado, como si pertenecieran a un pianista de las letras. Al instante se corrigió. Él había dicho que no tecleaba con soltura. Entre sus dedos brilló una alianza dorada.
—Se siente incómoda, ¿verdad?
Amélie expulsó el aire de sus pulmones, viciado por una retención excesiva.
—Ya sabe lo que una se juega en una entrevista de trabajo.
—Comprendo. No lo alargaré, se lo prometo. Hábleme del último libro que ha leído.
La pregunta era inesperada pero fácil de responder. Solo debía ser ecuánime en sus valoraciones, sin hacer juicios en exceso extremos, argumentando cada afirmación con sencillez para no parecer pretenciosa. O mejor, limitarse a responder justo lo que le pedían.
El amante de lady Chatterley —afirmó, al fin.
El hombre, que tanto había insistido en hacerla hablar como fuera, se quedó en silencio y bajó la mirada hacia el viejo escritorio durante unos segundos. A ella le había parecido que por algún motivo el título de la obra le había perturbado. Una sensación amarga sobre el diafragma le hizo perder de nuevo la confianza. ¿Y si era uno de esos fanáticos religiosos que consideraban obscenas y pecaminosas las efusiones sexuales? Porque el libro en cuestión estaba lleno de escenas digamos subidas de tono, contadas con la clase y la elevada prosa de Lawrence, pero aun así referidas a los revolcones entre una señora de clase alta muy necesitada de alegrías y un guardabosques y su John Thomas bien dispuestos a dárselas. Pero ya estaba dicho. No podía hacer nada, salvo esperar que él la despachara tras dejar bien claro que pertenecía a una severa iglesia o congregación donde el sexo era considerado el peor de los pecados.
Cuando él alzó de nuevo el rostro, Amélie juzgó sus reflexiones como estúpidas. En los tiempos que corrían era inaudito que nadie pudiera escandalizarse realmente por cosas así. No era más que una novela, y aquel, un hombre de aspecto sofisticado. Los escritores, por lo demás, solían ser personas progresistas y open-minded, como decían los ingleses.
—Un buen libro —dijo él, sin matices extraños en la voz. A decir verdad, hablaba en un tono neutro y forzado—. Tiene usted buen gusto. Pero ya me lo dijo, lee de todo. Hay esperanzas de que lea algo mío sin morirse de asco.
Él había sonreído tras la última frase, y ella, inconscientemente, le imitó. Se había establecido esa especie de conexión que precede a la muerte del recelo entre dos personas desconocidas y abre las puertas a un trato menos ceremonioso.
Durante una hora más (que a ella se le pasó volando), charlaron de manera distendida sobre libros. El señor Mateo, que había tenido esa breve pero intensa reacción con la mención del título de D.H. Lawrence, tras repasar varios siglos de literatura francesa, inglesa, alemana y española con Amélie (esta se lució mencionando los estudios de Mijail Bajtín sobre Gargantúa y Pantagruel, y su visión de lo grotesco y carnavelesco de la vida), volvió a Lady Chatterley, en un tono suficientemente precavido como para que ella sospechara que ese libro le traía recuerdos. Sus gestos, el tono de su voz, todo lo que en él había hablado de control, como si llevara una armadura, ligera pero impenetrable, que limpiaba y ajustaba con mimo, sin dejar que se agrietara por ningún lado, habían cambiado.
—¿De qué cree que trata el libro de Lawrence? —le espetó, de pronto, con expresión de niño curioso y expectante.
Podría tratarse de una pregunta trampa, pero a esas alturas, y tras haber charlado como si estuviera en el salón de su casa con el mejor amigo de su padre y no con un cruel examinador, Amélie ya no tenía miedo de ser pillada.
—Constance buscó fuera lo que no tenía en casa.
—Una chica que ha hablado con tanta autoridad de Gargantúa y Pantagruel y otros clásicos, por fuerza ha de saber que no trata de eso.
Amélie, lógicamente, tenía ideas más profundas con respecto al argumento de la obra que las que había expuesto, pero no quería provocar de nuevo una situación incómoda, habiendo llegado a tal grado de sintonía. La vieja biblioteca, con sus volúmenes vetustos, sus baldas de madera y las escalas apoyadas en ellas, le parecía un lugar atractivo y acogedor para pasar el resto del verano. El señor Mateo, abandonado el escudo, emanaba cordialidad. Sí, lo notaba. Y también que él se había dado cuenta de que, inconscientemente, se había hecho la tonta en un asunto que parecía desazonarle.
—Las chicas listas son más atractivas, que lo sepa —remató él, dejando escapar otra sonrisa, en esa ocasión fina, sarcástica.
—Lo sé —afirmó ella, con energía y auténtica decisión, sin arrepentirse.
El hombre inclinó la cabeza sobre los papeles que se desparramaban sobre el escritorio y escribió lenta y pausadamente con su pluma de marca, sin decir ni una palabra. Se trataba de su currículum, de sus referencias, sus calificaciones de la carrera; y de redacciones y textos para que apreciara su absoluto dominio de las normas ortográficas y gramaticales de las lenguas española, inglesa y alemana.
Cuando terminó, él le tendió los documentos. «Vaya, es el final, me lo tenía que haber imaginado», se dijo ella, temblando, mientras agarraba las hojas. Leyó lo que había escrito al lado de su nombre, en el curriculum:

«Amélie Navarre es una chica lista. Y está contratada.»

—¡Gracias! No le defraudaré. Mis padres se van a poner muy contentos. No me lo puedo creer.
Amélie sabía que su juvenil explosión de júbilo era de lo menos profesional, pero realmente estaba contenta. Era su primer trabajo relacionado con la literatura. Y no le había costado mucho hacerse con él.
El señor Mateo también parecía más relajado. Había bajado los brazos y colocado las manos sobre la mesa, de modo que no ocultaba ni un ápice de su bien formado cuerpo. Amélie volvió a fijarse en el anillo dorado de su dedo corazón.
—Venga esta tarde y lo hablaré más de mi futuro libro y de lo que va a hacer usted aquí. Ahora no tengo tiempo, he de acompañar a mi esposa al pueblo. Perdóneme, pero nuestra charla se ha alargado más de lo que hubiera esperado, y eso que ha llegado con antelación. Es tan agradable hablar con alguien que puede presumir de ser una buena lectora. Sus juicios sobre mi futuro libro y sobre los que ya he escrito serán muy valiosos para mí. Aunque no lo crea, los escritores deseamos lectores sinceros que nos digan en qué fallamos. Creo que nos vamos a entender.
Antes de que Amélie abriera la boca para responder, él se levantó y se acercó a un mesita auxiliar sobre la que había un par de libros y una vieja lámpara con pantalla de cristales verdeazulados. Tomó el más gordo.
—Le regalo una novela. Espero sus aceradas y certeras críticas con ansiedad. Ya me contará, tenemos dos meses por delante.
Amélie recogió el libro. En la cubierta había una pareja vestida a la usanza de finales del XIX que se abrazaba apasionadamente con un castillo inglés Regency de fondo, y un paisaje desolado, como si estuvieran a los pies del Snowdon, en Gales. En otra parte, sobrepuesto y un poco difuminado se enseñoreaba un barco con una bandera pirata. «Amante Prohibido», se titulaba la obra. Amélie hizo esfuerzos para no mostrar de nuevo su rechazo hacia las novelas románticas.
—Gracias —se limitó a decir, sin imprudentes sonrisas que pudieran ser bien interpretadas.
Entonces, se escuchó un ruido en la puerta. Su interlocutor se irguió.
—Eva —dijo.
Amélie se giró y descubrió junto al quicio a una mujer de unos treinta y cinco años en una silla de ruedas, muy bien vestida y maquillada. Incluso sentada en aquella silla, poseía el porte señorial de una gran actriz del pasado, una Grace Kelly o Lauren Bacall. Tenía los ojos grises, y el cabello teñido de rubio, pero con tanta gracia y estilo que parecía ser así por naturaleza. En su sonrisa se leía una mueca de impostada educación, pero en ningún caso la amargura que algunos suponen a los inválidos
—Perdona, la señorita ya se iba. Enseguida estoy contigo —dijo él—. Señorita Navarre, le presento a mi esposa Eva. Eva, esta es mi nueva secretaria. Acabo de contratarla. Así que la verás a menudo por aquí.
Amélie se quedó bloqueada. El rubor que sabía cubría sus mejillas delataba su sorpresa y conmoción. De pronto, había entendido la molestia del señor Mateo con Lady Chatterley. En la novela, el esposo de Constance, Clifford, era paralítico debido a una herida de guerra. Se sintió estúpida, sin saber por qué y también avergonzada, sin motivos.
—Encantada de conocerla —dijo Eva—. Aguantar a mi esposo no es fácil, ya lo verá. Tiene usted suerte de que se trate tan solo de dos meses.
El señor Mateo se acercó a la silla de ruedas con paso firme. Al llegar junto a ella, depositó un beso en los labios de la mujer, breve y cariñoso, como el de una madre a su hija. Amélie se sintió inexplicablemente violenta. No sabía qué más decir. Quería marcharse cuanto antes. Cuando él le guiñó el ojo a su esposa, su deseo se hizo firme.